Él lo sabía. Era un auténtico cabrón. No vamos a decir hijo puta. Ahí, volveríamos a insultar a la mujer, la madre, la tierra, la luz.
Tenía la conciencia turbia y oscura. Sabía a ciencia cierta que haría sufrir a sus víctimas. Porque eran víctimas de una pericia confusa que las llevaría al fondo del laberinto que ni el hilo de Ariadna las sacaría del tormento interior. Sabía a ciencia cierta que todas lo querían. Eso, eso era demoledor, y por ello, lo más placentero para él.
Algunas veces en días grises, cuando la luz del sol (tiene trabajo) trabajeaba para filtrarse entre las espesas nubes de pensamientos obsesivos, era cuando, tumbado por el cansancio del solitario, se le iluminaba el alma que le quedaba y corroboraba lo que ya sabía. Era un auténtico cabrón, un manipulador.
Muchos argumentos, montones de razonamientos y años y años de tropezar en la misma piedra eran una auténtica prueba de su raíz, de sus cimientos, de su adn. Estaba escrito y no se podía hacer nada. Aunque quisiera, no podría. Se veía así de bueno, vulnerable, sensible, cariñoso, atento, protector de lo ajeno. Pero él lo sabía. Era un auténtico cabrón.
Algunas veces durante las sesiones de sexo generoso, de pasión desenfrenada, de abrazos fusionados, se le desvanecía el ego y sentía la unidad del todo. La realidad era un sueño complejo. Le recordaban a sus días de LSD. Sentía fluir su autentico ser, sus emociones y sentimientos. Aunque se esfumaran como el humo de una calada de hierba y volviera la conciencia de que era un autentico cabrón.
Lo quería todo, pero sabía que todo no se podía tener. En algún momento debería abandonar parte de aquello que en esos instantes mágicos formaban parte de él. Estiraba el tiempo como si de un chicle se tratase para posponer decisiones. Pero quería seguir siendo él. Aunque sabía que ese careto, que ni el mismo aguantaba, no era su verdadero ser. Sabía que mostraba el perfil reglamentario, abierto al público, en su caso, la de un autentico carbón.
Algunas veces se le antojaban días de letargo. Otras, sacaba todas sus armas de seductor entrenado, consultaba su lista de antiguos contactos y marcaba el primer número, luego, otro y otro. Ordenaba su agenda e iba rellenando los huecos del calendario. Anotaba lo que recordaba por si fuera necesario recurrir a halagos pasados y, en un abrir y cerrar de ojos, salía de su cueva civilizada con energía y atrevimiento. Sabía que en ese momento le convenía ser un autentico cabrón.
No le gustaba rendir cuentas. Dar explicaciones. Sólo, vivir el momento. Lo pasado, pasado está. Contestar preguntas, ser transparente, no formaban parte de sus intenciones. Su verdad era sólo suya. Eso, en parte, formaba parte de su encanto. No necesitaba nada, ni a nadie. Se enredaba en autenticas disertaciones provocando efectos hipnóticos a quién prestara algunos minutos de atención mirando sus ojos grises que tenían una fuerza atroz. Siempre lo había sabido, era un autentico cabrón.
Algunas veces, sobre todo ahora, acercándose a la senilidad, se sentaba al borde del sofá que tenía en su habitación y se procuraba recuerdos, alcanzando esas cajas que había guardado tan metódicamente, seleccionándolas por el nombre que más le apetecía recordar. Si le preguntasen cómo definiría su vida en una sola palabra, lo tenía claro: cabrón.
Otras veces, la sombra historia de su monstruo solitario le dejaba en paz.
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